World café, inteligencia colectiva en una universidad
- Carlos Díaz Lastreto

 - hace 1 hora
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Estoy participando en un proyecto muy interesante con la Facultad de Medicina de la Universidad Católica del Norte, en Coquimbo, donde formo parte, como consultor, de una comisión encargada de acompañar la elección de un nuevo decano y de reflexionar estratégicamente sobre el futuro de la Facultad. Una de las inquietudes de la comisión era crear un espacio de participación con académicos(as) y funcionarios(as) para conversar sobre estos temas, abrir posibilidades, generar un estado de ánimo positivo y escuchar sus inquietudes.
La tradición universitaria era realizar algún tipo de asamblea, pero suele ocurrir en dichas instancias que algunas personas acaparan la palabra —sobre todo quienes tienen más poder— o se producen debates entre pocos participantes, mientras el resto escucha en silencio y participa poco.
Por ello, propuse innovar realizando un World Café, técnica que aprendí participando en The Art of Hosting. El resultado fue todo un éxito: más de cuarenta participantes, seis mesas de trabajo —cada una con su propia pregunta—, una “cosecha” abundante de ideas y, sobre todo, una señal clara para la Facultad de que es posible conversar y crear un futuro común.
Esta experiencia me recordó el libro de Amalio Rey, El libro de la inteligencia colectiva, donde se ofrece una mirada sugerente sobre cómo los grupos pueden producir sabiduría colectiva y, lamentablemente a veces, también “tontera colectiva”.

Según Rey, la inteligencia colectiva no es simplemente la suma de las capacidades individuales, sino una cualidad emergente que depende de cómo se estructura y dinamiza la interacción entre las personas. No basta con reunir gente talentosa; lo que importa es cómo se relacionan, cómo toman decisiones y cómo construyen sentido en conjunto.
En este punto resuenan también las ideas de Peter Senge en La quinta disciplina, cuando habla del “aprendizaje en equipo”: no basta con reunir a personas capaces, sino que es necesario crear un modo de trabajo que transforme ese talento en aprendizaje y desempeño colectivo.
Al comienzo, Rey desmitifica la noción de que el trabajo colaborativo es espontáneamente eficaz. Sostiene que, al igual que en una orquesta, la armonía colectiva requiere una partitura, una dirección consciente y reglas compartidas. Pensar juntos exige intención, estructura y cultura.
Esto conecta directamente con la experiencia vivida en la Universidad: creamos un contexto, una invitación a reunirse a conversar, seis mesas con una pregunta cada una y un anfitrión por mesa —alguien del propio grupo—, con una regla fundamental: lo que importa no es la polémica ni quién “gana”, sino la apertura de posibilidades.
En el segundo capítulo, Rey introduce una noción clave: la arquitectura participativa. Esta se refiere al conjunto de reglas, dinámicas y herramientas que permiten que un grupo piense y actúe colectivamente de forma eficaz. Es, en palabras del autor, un software social que condiciona los resultados.
Esta arquitectura puede incluir metodologías específicas (como design thinking, círculos de diálogo o foros deliberativos), pero también principios invisibles como la distribución del poder, la escucha activa o la gestión del conflicto. Cada grupo necesita encontrar su propia forma de organización participativa.
Rey advierte que uno de los errores más comunes es subestimar la importancia del diseño en los procesos colaborativos. Con frecuencia, se improvisa o se replica un modelo sin adaptarlo al contexto, lo que genera frustración, simulacros de participación o decisiones de baja calidad.
Entre los factores que favorecen la inteligencia colectiva, el autor destaca la diversidad, la confianza y la deliberación argumentada.
La diversidad es clave: mientras más perspectivas se consideren, más completo será el diagnóstico colectivo. Sin embargo, no se trata de promover la diversidad por sí misma, sino de gestionarla adecuadamente para enriquecer el conjunto y construir una visión más amplia.
La confianza, por su parte, es fundamental. Sin ella, las personas no se atreven a opinar ni a expresar sus ideas; se instala la autocensura. En el ámbito académico podría suponerse que la confianza existe de antemano, pero también surgen temores: el de parecer demasiado crítico, discordante o ajeno al consenso.
A propósito de este tema, recordé un libro de Charles Duhigg donde se aborda la seguridad psicológica en los equipos que prosperan, entendida como la base para que las personas se atrevan a contribuir con autenticidad.
En cuanto a la deliberación argumentada, no se trata solo de hablar por hablar, sino de fundamentar las opiniones, contrastarlas con la experiencia y aprender del intercambio. Es una conversación que combina reflexión, evidencia y apertura al aprendizaje colectivo.
Rey también advierte sobre los factores que obstaculizan la inteligencia colectiva: el conformismo, los sesgos y las jerarquías rígidas, que limitan la diversidad de pensamiento y empobrecen la deliberación.
El conformismo aparece cuando las personas priorizan la armonía superficial por sobre la autenticidad de las ideas. Es esa tendencia a no cuestionar lo establecido, a alinearse con la mayoría para evitar el conflicto o la incomodidad. En contextos organizacionales, el conformismo suele confundirse con cohesión, cuando en realidad la verdadera cohesión se construye desde la diferencia bien gestionada. Sin debate ni tensión creativa, los grupos terminan repitiendo lo ya conocido, perdiendo capacidad de innovación y de autocrítica.
Los sesgos, en cambio, operan de manera más sutil: distorsionan las interpretaciones y condicionan nuestras decisiones sin que seamos plenamente conscientes de ello. Sesgos de confirmación, de autoridad, de pertenencia o de género pueden filtrarse en los procesos deliberativos, haciendo que escuchemos más a quienes piensan como nosotros o que atribuyamos mayor valor a ciertas voces. La inteligencia colectiva requiere, por tanto, un ejercicio de autoconciencia y humildad cognitiva, donde cada participante reconozca sus propios límites perceptivos.
Por último, las jerarquías rígidas constituyen una de las mayores amenazas para la colaboración genuina. No se trata de eliminar toda estructura —pues los grupos necesitan coordinación—, sino de impedir que el rango formal silencie la diversidad de perspectivas. En espacios donde el poder se ejerce de manera vertical, la conversación se empobrece y la creatividad se repliega.
La comisión a la que aludía al principio de este texto tiene todavía mucho trabajo por delante en términos de seguir escuchando voces valiosas y promover un ejercicio de integración y reflexión estratégica sobre el futuro de la Facultad. Ignoro qué sucederá más adelante, pero el solo hecho de haber conversado ya rompe un paradigma: el de que las soluciones vienen exclusivamente “desde arriba”. En su lugar, instala un estado de ánimo más participativo y esperanzado, propicio para impulsar cambios genuinos y sostenibles.
Para finalizar, creo que el liderazgo es fundamental para instalar un entorno de inteligencia colectiva, especialmente en una universidad. No se trata de cualquier liderazgo, sino de liderazgos multiplicadores, capaces de crear lugares donde las personas sientan que los diálogos son productivos, que sus contribuciones son valoradas y, sobre todo, que se trabaja por un propósito compartido con entusiasmo y sentido.





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